¿Una falsa opción?
El creciente ascenso de gobiernos de carácter autoritario y con intenciones totalitarias nos interpela a participar preguntándonos, en primer lugar, si realmente representan solo “una opción” frente a los de orden republicano.
La polarización, la dicotomización y la negación son mecanismos primarios mediante los cuales una persona o una comunidad simplifican y nublan su visión de la realidad. Son respuestas defensivas frente a situaciones sorpresivas o amenazantes que resultan funcionales por plazos breves y, a la vez, tremendamente enfermantes si se convierten en un modo de ser o estar frente a la compleja realidad de nuestro presente.
Nuestro cerebro procura economizar energía gracias a la simplificación que estos sesgos promueven, pero restringiendo –al mismo tiempo y sin distinción– el esfuerzo requerido por el aprendizaje de respuestas adaptativas saludables frente a lo que declina, a lo que se torna obsoleto y a lo que expresa a gritos su disfuncionalidad.
Lo notable es que estos tres mecanismos se encuentran en la esencia del pensamiento totalitario, que requiere como condición de posibilidad de la simplificación del sectarismo simple (solo “nosotros y ellos”, no más), la sumisión y la negación originaria del otro. La ética totalitaria refuerza el aprendizaje del sobrevivir frente al riesgo inmanente derivado de existir como un otro diferente, una subjetividad peligrosa ante el imperativo de sumisión y homogeneidad.
Como señalan Sebreli y Gioffré, “es un círculo vicioso: las sociedades más democráticas son confiables para sus ciudadanos, que responden a su vez con actitudes cooperativas, mientras que las sociedades autoritarias frente a cuyos funcionarios la gente actúa a la defensiva responderán con más autoritarismo, invocando justamente el descontento y el incumplimiento de las órdenes”.
La opción libertaria y democrática de aprender a construir opciones basadas en consensos y, por lo tanto, en la convivencia, nos implica comprometernos en un proceso más incómodo y de mayor esfuerzo, aunque probablemente más fructífero, ya por el solo hecho de encontrarnos entre conciudadanos. Es más trabajoso porque parte de la base de darle lugar a lo real, a lo complejo, a lo distinto: al otro verdadero (me refiero a esas personas o grupos de carne y hueso que nos interpelan por el solo hecho de poseer nuestros mismos derechos, y no al colectivo simbólico informe del “otro” que puebla los relatos de la propaganda populista).
Optar por una ética democrática requiere ante todo, y como punto de partida, reconstruir poco a poco la participación colectiva que entreteja un nuevo acuerdo social refractario a su violación por parte de unos pocos, mientras observamos de manera quejosa y no comprometida dichos intentos, fantaseando que algún mesías acudirá en nuestra salvación.
Es innegable que es más trabajoso desarrollar y ejercer el pensamiento crítico, ser tolerantes y negociar las decisiones con los demás… Porque es más complejo. También es innegable que no es un esfuerzo tan duro para las personas y las comunidades que optan por la salud, por el trabajo como propósito y por la convivencia pacífica.
Aprender a aceptar y comprender lo complejo, ver sin indiferencia la grosera devastación cotidiana de la legalidad, apostar a un gran presente (contemplando un mediano y largo plazo), y recrear el proyecto y los valores compartidos son algunos de los pilares para recuperar el encuentro y la salud como Nación.
Debemos ser tremendamente firmes en los principios y en el camino porque, aunque duela, traerá un resultado más sustentable, ciudadanos con mayor discernimiento y verdaderas condiciones superiores de bienestar colectivo.
El espectro tiene dos extremos: enfermedad totalitaria (ya la conocemos) o salud democrática (sobre la cual creo que aún no tenemos idea de qué se trata). ¿Qué es lo que estamos buscando? ¿Son realmente dos opciones de la misma calidad si pensamos en las generaciones venideras?