¿El lento final de las democracias representativas?

Las clases gobernantes de las democracias occidentales se están convirtiendo en elites cerradas desligadas de sus electores y representados. Los guía un propósito de preservación del poder y de acceso a los recursos públicos, una dinámica de reproducción endogámica y un porvenir de final abierto, frente a una sociedad cada vez más insatisfecha.

Mariano Barusso

--

Crédito: Pawel Czerwinski

Los gobiernos de corte extremista se encuentran en franco ascenso en las principales democracias occidentales, otrora ejemplos de representatividad, participación ciudadana y procura de la reconciliación idealista entre la política y la justicia social.

La creciente elección democrática de gobernantes ideologizados en declaraciones y acciones de extrema derecha e izquierda refleja, por las trágicas consecuencias visibles para las sociedades que representan, un fenómeno peligrosamente naturalizado de hervor lento y potencial muerte del modelo democrático republicano. Ese modelo que sabemos perfectible, pero nuestro mayor logro para dar cuenta de manera realista a la diversidad y complejidad global en la que nuestras vidas transcurren.

Los gobiernos extremistas se encuentran en franco ascenso en las principales democracias occidentales.

Es probablemente un síntoma más del malestar de una humanidad inevitablemente insatisfecha, por una serie de razones vinculadas entre sí:

  • La superpoblación y la sobre explotación de nuestro planeta, cuya negación antropocéntrica encuentra hoy, por lo menos, con evidencias tangibles de sus consecuencias e información científica muy seria sobre la cercanía de los grandes riesgos.
  • La imposibilidad objetiva de alcanzar un estado mínimo y justo de bienestar dentro del modelo económico imperante… el único vigente (que declinará como cualquier institución, pero que no sabemos cuándo ni cómo, ni en qué derivará).
  • La relación inversa entre la ansiedad consumista requerida para mantener aceitada la máquina capitalista y el desarrollo de una consciencia de saludable desapego. Son dos curvas asintóticas que se han cruzado hace más de doscientos años, cuyo reencuentro y compensación recíproca parecen lejanos en un mundo de 8.000 millones de almas desesperadas.
  • La fragilidad de la profunda interdependencia de la actividad humana que se apoya, paradójicamente, en la dependencia creciente de la inteligencia artificial y la infotecnología. Con enormes beneficios para la actividad humana, mas con una contracara oscura e incierta en sus consecuencias éticas y prácticas… siempre postergadas en su discusión, por la misma velocidad y descentralización de su producción (que corre de manera inversamente proporcional al nivel educativo de nuestros neogobernantes).
  • La respuesta individualista, atomizada y superviviente del ciudadano hipermoderno que, más allá de las consignas publicitarias que apelan al cooperativismo de las nuevas generaciones, pareciera expresarse más en el temor al otro, la falta de respeto al diferente y la ausencia de una acción colectiva coordinada que no sea más que meramente reactiva frente a eventos muy serios. Considero, por ejemplo, que la ilusión de unión que la pandemia generó dejará caer su velo frente a las esperadas vacunas y su asimétrica distribución. En el campo de la acción política, podemos apreciarlo en la licuación de los partidos políticos tradicionales a partir del surgimiento de espacios, alianzas oportunistas y personalismos caudillescos que deteriorarán inexorablemente la capacidad de respuesta frente a la complejidad del mundo en el siglo que corre.
  • Los altísimos niveles de corrupción estructural en los países con democracias menos maduras –como las latinoamericanas– que logran torcer cualquier esfuerzo por el sostenimiento de las instituciones destinadas, precisamente, a contrarrestar su diseminación.
Crédito: Jorge Fernández Salas

El círculo vicioso se da por la retroalimentación entre la falta de representatividad vivida por los ciudadanos y nuestra creciente apatía por la necesaria acción política demandada de nuestra parte. Un rulo sistémico de sinsentido que cristaliza la creencia de imposibilidad y agrava las consecuencias.

El círculo vicioso se sostiene en la retroalimentación entre la falta de representatividad y la apatía por la participación política.

El surgimiento de los nuevos gobiernos democráticos –las nuevas religiones populistas– de corte autoritario y/o totalitario son tanto un resultado de este estado de cosas como, a la vez, una respuesta consciente de oportunismo político histórico frente a la confusión generada por la decadencia de los valores del occidente moderno. Pero, ¿respuesta oportuna para qué? Y, ¿con qué consecuencias y evolución posibles?

Por un lado, no debemos olvidar una realidad esencial: los nuevos gobernantes (en el caso de que fueran “nuevos”) son el producto cultural de este presente confuso y, en muchos casos, muestran un franco desinterés e incompetencia para gobernar un país del siglo XXI.

Por otro lado, la confusión y el malestar social imperante –al mismo tiempo fomentado por estos neototalitarismos– son un lucrativo fango para sus proyectos de perpetuación. Los populismos de izquierda y derecha son hábiles para rentabilizar la falta de educación, la dependencia del marginado y la violencia social en provecho propio. Se desenvuelven con comodidad en la devastación, gestionando desde sus confortables edificios inteligentes.

Como señala Miguel Wiñasky, en el caso particular de la clase política latinoamericana, ha transformado a la política en lucro –de manera obscenamente visible–, de la mano de la eliminación de las ideas liberales y de la negación de las alianzas integradoras del disenso. La clase política latinoamericana optó por la tradición autoritaria.

Esa es la gran paradoja que tanto nos inquieta a muchos: una clase política autoritaria (o totalitaria), elegida dentro de un sistema democrático al que debe vaciar de participación y representatividad para perpetuarse en el abuso del poder. Una clase política que es una casta, una elite enriquecida que requiere “votadores” y no ciudadanos conscientes de sus derechos y en ejercicio de su juicio crítico. Un sistema entrópico, cerrado en sí mismo y en la conservación del poder por el poder y para el poder, pero desacoplado de sus electores.

Las clases políticas se han convertido en élites enriquecidas que solo procuran perpetuarse en el poder.

Una suerte de retorno a los modelos feudales, pre revolucionarios y pre democráticos. ¿Un retorno o una continuidad? Afortunadamente, la entropía positiva lleva a los sistemas a su extinción. Lamentablemente, el tiempo de ese proceso no se puede predecir y el dolor causado a su paso no se puede evitar.

Podemos apoyarnos en la esperanza y podemos incidir políticamente. Solo tenemos que elegir qué dolor queremos tolerar: el resultante de ser observadores esclavos de la pérdida de nuestras libertades o el que sienten los hombres libres, en procura de la verdadera libertad de muchos.

Como siempre recuerda Santiago Kovadloff sobre la misiva del General San Martín en respuesta al cuestionamiento de Pueyrredón a su idea libertaria: “Es probablemente imposible, pero es imprescindible”.

--

--

Mariano Barusso

Observar, pensar y escribir para compartir. Psicólogo, consultor y emprendedor de profesión. Fotógrafo, buceador, bajista y acuarista amateur.